Crónicas

EL TEMPLE PERFECTO

Una pequeña aventura del Artesano Dorado

Nikolai Romanov lanzó un bufido y se secó la copiosa transpiración que le corría por la cara mientras contemplaba el resultado de su trabajo.

De todos los sitios en los que alguien como él podría soñar visitar, sin duda la Forja de Hefesto estaba muy arriba en la lista de preferencias.
El gigantesco y poco agraciado olimpiar lo había invitado a su taller cuando el ruso le hizo una consulta sobre la forma más conveniente de reparar o reemplazar el arma de su mejor amigo, el Arcángel de Plata.
La hoja de Gabriel –todavía sin nombre– se había partido al medio durante la batalla de Nueva York, “por cortesía” de Hekápiros. El español, que se recuperaba con el resto en el hotel, había recogido los pedazos tras el combate y, tras un cuidadoso desmonte, yacían sobre una mesa de piedra, donde el ingeniero y el herrero de los inmortales los examinaban con cuidado.
–Podemos reusar la guarda, el pomo y casi toda la empuñadura, aunque con algunos cambios leves –decía Nik –. Pero no estoy seguro sobre la hoja…
–¡Ni se te ocurra descartarla! –dijo Hefesto –Esa espada mató a un dragón y se bañó en su sangre… Eso le confiere propiedades extraordinarias que jamás perderá. Podemos reforjarla en una aleación más fuerte, que conserve esas cualidades. Te aseguro que esto no volverá a pasar.
–De acuerdo, tú tienes la experiencia. ¿Con qué te parece que debería hacer la aleación?
–¿Has oído hablar del “acero celestial”?
–Solo en leyendas. ¿Existe realmente tal metal?
–Oh, claro que sí. Conoces la composición del acero, supongo…
–Hierro, carbono y otros elementos variables según se desee o no conferir distintas propiedades: titanio, vanadio, molibdeno, wolframio, cromo, manganeso, cobalto, níquel y/o silicio.
–Bien. Y también debes saber que muchos meteoros contienen buena parte de estos elementos, que a veces se pueden fundir naturalmente al ingresar en una atmósfera… –el ruso asintió, atento– Pues bien, el truco está en donde cae la roca.
–Ahora sí que me atrapaste… ¿Cómo es eso?
–Ahora que la magia corre libre por este mundo sin duda habrán notado la aparición esporádica de portales hacia otras tierras… Como los que todos usamos.
–Por supuesto –pensó un instante–. Oh, ya lo entiendo: Si un meteoro atraviesa por casualidad uno de estos portales y cae en una tierra mágica…
–¡Muy bien! –sonrió satisfecho Hefesto– Al atravesar el portal el calor y la magia hacen casi todo el trabajo por ti. Un poco de buena forja a la antigua y tendrás el mejor material para tus armas.
–Ya veo. Pero el problema será encontrar un buen meteoro que cumpla todas las condiciones… ¿Hay algún método para lograrlo? ¿Un calendario de eventos, tal vez?
–Nada tan científico… Como dicen, necesitas “un poco de suerte y el favor de los dioses”. Ignorando por un momento los acuerdos que se preparan, creo que puedo ayudarte con eso: Sé dónde hallar un buen meteoro, pero tendrás que ir por él.
–De acuerdo. Tal vez no esté en mi mejor forma tras esa batalla, pero tengo mis armas listas y ganas de descargar algunas tensiones.
–¡Ese es el espíritu! Sé de una roca que cayó cerca del reino de Hades y sigue allí… Pero deberás tener cuidado, Cerbero y otros suelen andar por allí.
–Entiendo: entrar, tomar la piedra y poner pies en polvorosa tratando de no agitar las aguas.
–Tú lo has dicho. Toma tus armas y te enviaré lo más cerca que pueda.

Un par de horas después, con armamento completo, el Artesano Dorado atravesaba el yermo calcinado que rodeaba los dominios del señor del inframundo: Riachuelos de lava ardiente, cardos espinosos capaces de atravesar incluso sus protecciones, una espesa mezcla de niebla y humo que se metía como hollín por la nariz e irritaba su garganta, sombras misteriosas que parecían rondar a cada paso…
–Espero que aprecies lo que hago por ti, cabeza hueca –murmuró Nik–. Esta no es mi idea de “un cómodo spa” y todavía me duelen los huesos por la batalla.
El meteorito en sí no fue difícil de localizar: Un detector armado a toda prisa en el taller del chemaiar le servía de guía y Hefesto lo había hecho aparecer a solo unos centenares de metros. El aire era espeso y respirar se hacía arduo, pero el ruso ya estaba empezando a habituarse a las exigencias de su azarosa nueva vida.
La roca había dejado un cráter bastante regular unos quinientos metros antes de llegar al río Aqueronte, en cuyo centro se alzaban sus restos refundidos por el calor de su propia entrada: Una pieza ovoide de unos tres kilos, de los cuales calculaban que la mitad sería metal útil. Más que suficiente para un par de armas de calidad legendaria.
Nik se deslizó por la pared del cráter con cuidado hasta llegar a su objetivo y, tras verificar que era el que buscaba, comenzó a liberarlo.
Necesitó casi una hora para desenterrarlo, sudando todavía más que en la fragua de Hefesto debido a aquel ambiente enrarecido. Pero, finalmente, lo tuvo listo para transportar sobre su fuerte espalda amarrado con correas de alta resistencia.
–Debería haber formas más fáciles de conseguir estas cosas…
–Siempre hay formas más fáciles que robar, mortal.
Ante aquella voz rasposa y fría Nik se paralizó un momento y luego giró lentamente para ver quién había hablado: Un cuerpo de ave de rapiña de alrededor de un metro de largo coronado por un espantoso rostro femenino con orejas de como de oso, que se aferraba con sus afiladas garras a un borde del cráter. Había visto a varias de sus congéneres en la batalla de Nueva York, así que la reconoció al instante: Una arpía.
–No “robo” nada. Estamos en tierra de nadie.
–Estás en el inframundo, dominios del señor Hades.
–Los dominios de Hades comienzan tras el Aqueronte. Hefesto fue muy claro al respecto… –vio una especie de vacilación en la cara de la arpía– Oh, sí, no creas que vine solo por disfrutar del paisaje. Me envió “uno de los grandes”, con instrucciones muy precisas sobre qué buscar y qué límites respetar. Y te lo aviso… Tú no estás incluida. Haz tu vida, yo seguiré con la mía y ambos lo tendremos mucho más fácil.
–Essssspera…. –siseó, entrecerrando sus ojos– Te conozco. Tú y tus amigos mataron a varias de mis hermanas.
–Sí, cuando ellas decidieron unirse a un ejército invasor que intentaba arrasar Nueva York –Nik se puso en guardia–. Mala elección de compañías, diría…
Nadie se mete con mis hermanas… –replicó la arpía, abriendo las alas como lista para saltar sobre él.
–No digas que no te lo advertí, fea… –gruñó el Artesano mientras desenfundaba sus hachas– Última oportunidad.
Pero la criatura ya no parecía escucharlo. Se lanzó desde el reborde con un agudo chillido, buscando paralizar a su presa. Nik se agachó y alzó las filosas segures, esquivando el ataque y lanzando un par de golpes cruzados que su oponente apenas pudo evitar, perdiendo varias plumas en el proceso.
La arpía volvió al ataque con un rizo bastante elegante pero ni aun así logro sorprender al Metaviajero, que volvió a mantenerla a raya con su acero. Sostuvieron un par de escaramuzas que no provocaron en ambos más que rasguños, pero aquel combate mostraba trazas de “tener para largo”, cosa que no le convenía: Hefesto le había advertido que “no se demorase”.
El monstruo tenía la ventaja del vuelo y sus garras eran como para cuidarse. Pero Nik tenía sus propios trucos bajo la manga… Esperó el siguiente ataque en picado y, en lugar de bloquearlo, fingió tropezar y dejó caer el hacha de la mano izquierda.
La arpía volvió a soltar su chillido y se lanzó a fondo, confiada en que esta vez le arrancaría la cabeza a aquel humano torpe. Mas de pronto el “humano torpe” se dejó caer hacia atrás y el monstruo, llevado por su propio impulso, no pudo girar y terminó estrellándose contra el fondo del cráter en un revoltijo de plumas.
De inmediato Nik tomó el hacha que le quedaba con ambas manos y, sin dudar, descargó un formidable golpe sobre el cuello de ave, seccionándolo limpiamente.
Un espeso chorro de sangre negra y ácida brotó de las seccionadas arterias, comenzando a humear sobre el piso. Nik se apartó con rapidez para que no lo salpicara, maldiciendo en ruso.
Apenas se recuperaba cuando notó que las sombras alrededor del cráter comenzaban a tomar substancia: Hombres y mujeres de aspecto demacrado y mirada perdida, como hambrienta.
–Oh, oh… –murmuró– Sombras de los muertos… Y acabo de hacer un sacrificio en la mismísima puerta del Hades. Pero no es un becerro y estos todavía no cruzaron el Aqueronte… Algo me dice que mejor no me quede a averiguar qué efecto tendrá esa sangre.
Enfundó las hachas, tomó las correas del meteorito y se lo acomodó como mochila a la espalda, buscando de inmediato el borde opuesto de la hondonada. Los espíritus –la multitud que no tenía el óbolo para pagar a Caronte y debía aguardar siglos para cruzar al Erebo– parecían estar oliendo la humeante sangre y se mostraban ansiosos por beberla, como se narraba en el canto XI de la Odisea. Pero, con aquella sangre del inframundo… cualquier cosa podía pasar.
Nik ganó todo el terreno que pudo, resollando como un fuelle en aquella atmósfera extraña y rala. A su espalda comenzó a escuchar alaridos que muy poco tenían de humanos y sacó de su bolsillo una pequeña medalla que tenía grabados un martillo y un yunque.
–Okey, Hefesto… ¡Hora de que hagas tu parte!
Aplastó el medallón contra su frente… y desapareció.

Treinta horas más tarde, la nueva espada del Arcángel estaba terminada: Los pedazos de la vieja re forjados con acero celestial, en un hermoso y vibrante patrón damasquino de miles de capas que le daban un bellísimo aspecto. El Artesano y el herrero habían trabajado de firme y aquella arma estaba destinada a formar parte de la leyenda… Pero esa es otra historia en las Crónicas de la Orden de los Metaviajeros.

Sobre el autor

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Néstor E. Catalogna

Más de medio siglo como fan de la Fantasía, la Ciencia Ficción, el comic y sobre todo de LOS LIBROS. Primer Metaviajero, fabricante de varitas y creador de Universos.

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